Como pasan los años

Como pasan los años
Te estoy mirando

domingo, 13 de diciembre de 2009

Caín

Entonces el Señor llamó a Abel, con poderosa y omnisciente voz, pero Abel no respondió a su llamado. Entonces llamó a Caín, este no contestó ni aparecía por ningún lado. El Señor lo buscó, y al encontrarlo escondido, preguntó: - ¿Qué sucedió con Abel, tu hermano? - Señor, tú hiciste pastor a mi hermano, él con la producción de lana de sus ovejas, no quiso adaptarse a la planificación del Banco Mundial. Por eso me mandaron matarlo. Y dijo el Señor: - La sangre de tu hermano clama justicia Caín reclamó: - Para hacer justicia, deberás castigarme a mí, y a quienes me mandaron. - ¿Y quiénes son ellos? - Señor, yo sólo conozco a su Representante. Habiendo ordenado el Señor, la presencia del Representante, lo interrogó: - ¿En nombre de quién, ordenaste a Caín, matar a su hermano? - - Señor, tengo el nombre del directorio de más de cien empresas que forman el emporio de la industria del vestido, pero no puedo darte el nombre de los accionistas porque operan a través de los bancos suizos. Además está el embajador norteamericano, operador de la Banca Morgan, que representa a una cadena de compañías japonesas, asociadas a través del Chase Manhattan Bank al Mercado Común Europeo. El Señor se retiró a meditar.
Esperando su decisión, Caín tuvo una prolífica descendencia.

jueves, 25 de septiembre de 2008

historia de amor

Un día vegetal, que no es el mismo día que conocemos, porque las plantas no cierran los ojos durante unas horas para olvidarse del mundo; uno de esos transparentes días en que las rosas sostienen interminables diálogos con el sol, y los malvones solicitan la ayuda del viento para enviar mensajes a las azucenas; un día tan repetidamente mágico que solemos ignorar, nació una enredadera. La recién nacida pensaba que a nadie le importaba. En realidad, el sol atenuaba sus rayos para no lastimarla; el viento, aún en sus frecuentes momentos de mal humor, cuidaba no golpearla; la lluvia caía en los brazos de plantas más grandes para que dieran de beber a la pequeña en la medida conveniente; la enredadera madre acomodaba el espacio necesario para que creciera sana y feliz. Urgida por una insaciable y tenaz curiosidad, la plantita estiraba sus insolentes brotes. Por fin pudo asomarse al borde la maceta y entablar amistad con sus vecinos. Un grupo de abejas, una vieja lombriz que la había acompañado en el vientre materno: la tierra. Las plantas tienen dos madres, la planta que las origina y la tierra que las fecunda. Esto de tener dos madres es uno de los motivos por los cuales las plantas no se dedican a la guerra. La enredadera creció hasta ser una hermosa adolescente. Delgada, elegante, sus múltiples brazos se cubrían de espigas blancas que derivaba en delgadas hojas de un verde sólido y destellante. Su vida se desarrollaba en una casi perfecta armonía. El margen de desorden era el necesario para el asombro. Este fue, cuando apareció un raro forastero. Tal vez arrastrado por solapados vientos o por su propia decisión, un hilo de plástico colgaba del alambrado. Su detonante color dorado con motas blancas y amarillas, fue observado por el vecindario vegetal, con verdadera curiosidad que derivó a una amistosa indiferencia. Para la joven enredadera fue un impacto. Sin motivo, sin explicaciones, se enamoró del extranjero. La planta madre, sus hermanas, sus amigos, le advirtieron de lo insensato del asunto. Inútil. La joven sólo sabia de su amor. Este era inaccesible, indiferente. Lo cual avivaba la pasión de la adolescente. Entonces recibió la comprensión de su otra madre, la tierra, quien le dio el vigor necesario para crecer en dirección al objeto de su amor. Cuando llegó a él, con la complicidad del viento, cada mañana le ofrecía una danza donde palpitaba el dolor del amor no correspondido, la alegría de un ser vivo, las interminables preguntas de quien está creciendo, la ternura de las criaturas limpias, la desvergüenza de quien ama sin reglas ni prejuicios. El hilo de plástico por momentos se dejaba acariciar, a veces la rechazaba airado. A la joven enredadera le bastaba con su amor. Decidida se unió a él. Lo rodeó con sus brazos y fue apretando su cuerpo al dorado cuerpo del extranjero. Ella, palpitante y sedienta; él indiferente. Ella le hablaba de sus amigos, de sus vecinos, de su serena vida familiar. Él, de elementos químicos, maquinarias, laboratorios. Ella soñaba con un universo donde la armonía y la alegría fueran la nota dominante; él tenía la visión de un mundo de plástico. Plástico en lugar de madera, de acero, de papel. Casas de plástico, vehículos de plástico ¿Y porqué no? Algún día... hombres y mujeres de plástico. Como es natural, llegó el momento de las definiciones. El hilo exigió a su enamorada que se desprendiera de sus lazos afectivos y lo siguiera en su camino. Ella estaba dispuesta. Pero, he aquí una vez más la importancia de contar con dos madres. La planta madre entrelazó con firmeza sus brazos en torno al cuerpo de su hija, mientras la madre tierra sujetaba sus raíces. Esto exasperó al hilo. Al hacer un violento esfuerzo por arrastrar a la enredadera, se rasgó el extremo que lo mantenía sujeto al alambre, pudiendo comprobar ella, que él no tenía nada en su interior. Sólo plástico. Frío, insensible plástico...Esto podría merecer una moraleja. A mí lo único que se me ocurrió fue desenredar el hilo y regar a la enredadera.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Cristina

I




Con contradicciones y desplantes, Cristina siempre fue una mujer entera. Al conocernos, podría jurar que no éramos las personas indicadas para ser amigos. Ella consideraba mis posturas, como dogmáticas. Yo le señalaba cierta dualidad, que indicaba, según mi punto de vista, falta de definición. Una amiga común me acercó poemas escritos por ella. Con la honestidad y la soberbia de los veinte años, critiqué su falta de compromiso. Al poco tiempo me invitaron a una reunión informal, en casa de amigos. Marta, la dueña de casa, me recibió acompañada de una desconocida. Pelo negro, estatura mediana, delgada, elegante, ojos negros, de mirada franca. No eran un rostro y una figura que pasaran desapercibidos. No era algo físico. Emanaba de su interior y se transmitía en cada movimiento. Marta la tomó de un brazo, y con una pícara mirada, me dijo: - Te presento a Cristina. Ya le comentaron tu opinión sobre sus poemas. Advertido de su temperamento, me preparé para un enfrentamiento, ejercicio que debo confesar, me encantaba. Le extendí mi mano. Mirándome fijo a los ojos, me dijo: - Vos y yo tenemos mucho de qué hablar. Nuestra amistad se modeló al calor de la época. Eran mediados de los sesenta. Estábamos seguros que todo estaba al alcance de nuestras manos. Transformar el mundo como objetivo de partida. En la medida en que profundizábamos nuestra relación, sumábamos coincidencias, afinidades. No eran sencillas ni obvias. Nos descubríamos en las cuestiones de fondo, pero disentíamos en las formas. Cristina militaba en la Juventud Peronista. Reunía tan amplio espectro de amigos, que no permitía códigos ni círculos. Iban y venían. Ella era el puerto, la calma de la sala de espera y el abrazo del andén. A veces también partía. Se internaba en sus pasiones abandonando todo equipaje en el camino. Cuando traía sus restos de regreso, me buscaba. Era una profesión reconstruirnos. Nuestra discusiones eran apasionadas, pero sin rencores. Amanecíamos discutiendo a Perón, a Marx, a Jesús. Escuchando a Pugliese, Mercedes, Los Beatles, Beethoven. Leyendo a Pablo, a la tristeza de Vallejo o a la fuerza de Tejada Gómez. En algún momento de nuestra relación, creímos enamorarnos uno del otro. Pero no al mismo tiempo. Cuando me sucedió a mí, ella había partido a alguna de sus azarosas aventuras. Cuando creyó sentirlo ella, yo estaba inmerso en mi vocación de redimir al mundo. La primera vez que no tuve respuestas para un adiós de mujer, la busqué en su pecho, Ella me trató con antigua sabiduría de mujer. Me rodeó de ternura. Me enseñó la importancia de llorar. Con delicadeza me quitó cada espina de rencor que me pudiera haber quedado, como quien me depila el alma. Me ayudó a saber que todo final duele, pero menos si uno se va entero. Cuando mi angustia tomó un cauce más sereno (ya en la madrugada) me llevó a la cama. No fui su amante. Fui un niño que buscaba volver a un vientre de mujer para estar protegido. Luego, como una buena madre, me sacó de su lado y me devolvió al mundo.




II




- Cristina. el sábado hay un casamiento en la Villa de Retiro ¿Querés venir? - Por lo menos decime quien se casa - Una pareja de bolivianos. Son de la Federación de Villa de Emergencia. Entramos por la Avenida Maipú, al fondo de Retiro. Mientras avanzamos por los pasillos de la villa, sentimos la tensión del momento que estamos viviendo. No se trata de saber si caerá el gobierno de Illia, sino cuando. Onganía no promete diálogo con los villeros, ni con nadie que disienta. La reiterada amenaza de las topadoras se siente muy próxima. La fiesta del casamiento está en su apogeo. Parece una fiesta latinoamericana. Paraguayo, peruanos, chilenos, uruguayos, brasileños. Por supuesto, bolivianos y naturalmente provincianos, en su mayoría del norte argentino. En un patio común, en medio de las casitas, están ubicadas las mesas, hechas con largos tablones sostenidos por caballetes. Los vecinos llegan con sus sillas, también con tablones que sostenidos por pilas de ladrillos se convierten en bancos ubicados alrededor del patio. La comida es el resultado de la colaboración solidaria. De ahí, la mezcla de tamales, empanadas, chipá, asado. En una de las cabeceras de la mesa central, los novios reciben los saludos, acompañados por el Padre Mujica. Debe haber muy pocos que conozcan el nombre de ella. Para todos es Lunita. Una belleza coya. Cabello largo, más negro que la noche. Baja de estatura, pero con una mezcla de gracia y altivez, sugiere mayor altura. Pómulos ligeramente salientes, que alteran la redondez de su cara. Ojos negros. Su piel es morena, pero no moreno tierra, que parecería ser la marca de la degradación de la raza, sino un color fresco, que en determinados momentos refleja destellos dorados. Cuerpo armonioso. Parecería que Lunita sólo tiene como expresión, la sonrisa. Pero en situaciones graves, su gesto es firme y decidido. Gabriel es un boliviano típico. A primera vista no hay nada en él que lo destaque. Sin embargo no tiene la actitud de humildad, rayana en la sumisión, que unifica a la gente del altiplano, trasladada a las grandes ciudades. Durante toda la noche llega toda la gama de artistas populares, aficcionados y profesionales. Algunos de la villa. Dirigentes políticos, sociales, religiosos. Los motivos son diferentes. En los artistas, la actitud es transparente, la solidaridad con uno de los sectores más olvidados y combativos. En los dirigentes, los objetivos no son tan claros. En otros ámbitos, la presentación de un libro, el estreno de una obra de teatro, o de una película, son citas ineludibles para mostrarse. En algunos círculos políticos, cualquier acontecimiento en la villa, tiene el mismo simbolismo. Cristina se encuentra con conocidos y la pierdo de vista. Cerca de madrugada, la busco para irnos. La encuentro en una de las casillas acondicionada para que duerman los chicos de los invitados. Son una legión, pero están perfectamente acomodados y abrigados. La acompaña Lunita. Por lo que escucho y luego me cuenta, hablaban de los problemas de la educación en la villa. Lunita es una de las que dirige el tema. Mientras nos retiramos, Cristina permanece en silencio. Tomaos el 6, nos bajamos en Congreso. Entramos al bar Suárez a tomar el café con leche de la madrugada. Ella mantiene su silencio largo rato. De pronto me sorprende al correr el telón de una parte de su vida anterior, No suele hablar de su pasado. - Cuando tenía cuatro años, me mandaron a un internado. Habla como para sí misma. Yo no digo nada. Entiendo que tiene necesidad de hablar. - Estuve hasta los diecisiete. Entonces me escapé. Aprendí a pelear la vida, porque me crié en un infierno. Como si abriera una compuerta, se inundó de recuerdos. Casi todos muy duros. . Desde que me fui, nunca volví a ver a nadie de ese lugar. Esto que vi esta noche, lo que me contaron acerca de los chicos, me emociona. No hay dudas que lo hacen con amor. Pero no me gustan los planes colectivos para chicos colectivos. Quiero ser yo. Que cada uno, sea uno. Por eso nunca podré integrarme a un partido que lo tenga todo planificado. No voy a aceptar la invitación de Lunita, a participar en su trabajo. Trataré de ayudar en lo que pueda, pero no quiero sr parte.




III




Un par de semanas sin vernos. El tiempo resultaba corto para todo lo que pasaba. El gobierno radical, finalmente había caído sin ningún reflejo de defensa. Onganía hizo sentir la dureza de los militares, también cayó. Levingston fue fugaz e intrascendente. Finalmente teníamos que enfrentarnos a Lanusse. Er una vorágine que no respetaba tiempos interiores. A la salida de la oficina decidí visitarla. El colectivo me dejó a una cuadra de su departamento. Al llegar a la esquina, creí notar movimientos raros (aprendimos a vivir en alerta). Busqué un teléfono y la llamé. Me contestó una voz extraña, esto no era raro; su casa era un permanente refugio de solitarios y desamparados. La voz me dijo que Cristina no me podía atender, pero me esperaba. La alarma continuaba, llamé a algunos amigos, no sabían nada. Por fin, Marta me citó en un bar de Rivadavia y Medrano. En pocas palabras, me puso al tanto. Cristina estaba detenida. La policía había allanado su casa y permanecía en ella, con la intención de detener a todo el que fuera a buscarla. El amigo de un amigo, de paso por Buenos Aires, le pidió alojamiento por unos días. Nunca le dijo que pertenecía a una organización armada. Estábamos en los comienzos de los años 60. No habíamos llegado a la cresta de la ola de terror y de masacre. No fue fácil, pero tampoco una epopeya, sacarla. Lugo, nos peleamos. Yo le reproché su inconsciencia. Desde el apogeo de mi verdad histórica, no le perdonaba habernos puesto en peligro por un “equivocado”. No lo discutió, Simplemente me echó de su casa. Pasaba el tiempo y nos manteníamos alejados. Ninguno de los dos, atinaba a dar el primer paso. A nuestros gigantescos ideales, no les cabía una soberbia menor. Periódicamente me llegaban noticias de ella, que simulaba no escuchar. Si no las tenía, buscaba sin hacer preguntas directas. La situación se ponía cada vez más dura. Persecuciones, terror; crisis íntimas y colectivas, desapariciones; rupturas, desencuentros, traiciones, heroísmos. Nos llevó tiempo y vidas, entender que el juego había cambiado. Nunca había sido un juego, Los represores, lo tenían más claro. Tuvimos que aprender una forma distinta de militancia. Incluso una forma distinta de vivir y de relacionarnos. Cuidarnos, no sólo por nosotros, sino especialmente no comprometer a quienes nos rodeaban. Cuidarnos de quienes nos rodeaban. Aprender a conocer nuestros límites, sin teorías ni romanticismos. Finalmente me veo obligado a sumarme a la numerosa caravana de exiliados.




IV




1982. Regreso y mi encuentro fortuito y casi de inmediato con Marta. Del universo que conocíamos no quedan sino señales. Como en toda catástrofe, la dispersión fue general y en todas direcciones. Muchos de los que pudieron irse, no quieren volver. Algunos se quedaron, para hacer lo que pudieran, otros para olvidarse. Están los que se quebraron, la peor forma de morir. Marta me cuenta, que con Cristina me buscaron mucho tiempo, luego, ellas también se perdieron de vista. 1983. Estoy en la Feria del Libro, con un grupo de escritores tucumanos. Estamos en el bar y aparece Cristina. Nos sentamos en un rincón, apartados de los demás. Pone una mano en la mesa y me la ofrece. Al estrecharla, es nuestra historia la que apretamos. Sentimos la presencia del tiempo que se nos fue. Del tiempo que nos mataron. - ¿Cómo estás? - ¿Y vos? A la madrugada estamos en un bar del Once. Tenemos una vida para contarnos. Al poco tiempo de desconectarnos, conoció a un hombre algo mayor que ella. Por su trabajo y militancia. recorría el país. Una mañana, Cristina desayunaba, cuando escuchó su nombre en la radio. Muerto en un atentado. No se detiene a contarme su dolor, nos conocemos. Sí, que al renunciar Cámpora, tiene que salir del país. Ya de mañana, la acompaño a la estación, está viviendo por Ramos Mejía. Cuando se decide a subir al tren, nos damos un abrazo interminable. Unos días después, me invita a su casa. Vive en pareja. Durante el viaje, me cuenta, Conoció a Daniel en Europa. Apenas llegada, Cristina se incorporó a una Comisión de ayuda a los presos, políticos. Allí lo conoció. Él había logrado la opción de salir del país, después de cinco años en la cárcel de Rawson. El mismo Daniel, me pone al tanto de su historia. Desde el comienzo de su tragedia, su objetivo fue recuperar a su compañera. Los habían secuestrado juntos. Estuvieron un corto tiempo en el mismo lugar, luego comenzó el peregrinaje de Daniel por centros de detención. Casi un año después, llega a la cárcel. Le llegan rumores, la vieron, pero no precisan cuándo ni dónde. Desde su libertad y a la distancia, intenta averiguar lo imposible. Me confía con voz serena, que más de una vez se preguntó si había existido realmente. Al volver al país, acude a todos los medios, partidos políticos, familiares, liberados. También se ve en la necesidad de atender a su propia supervivencia. Reacomodarse en un país distinto, él, un hombre extraño. Sin un pedazo fundamental de su pasado, sin claridad en el futuro. Su reencuentro con Cristina.




V




Cristina trabaja en una empresa metalúrgica, colabora en una revista, escribe una novela. Daniel no anda bien, estuvo mucho más comprometido. Algunos mecanismos represivos siguen funcionando, los del Estado y los internos, agazapados en las cobardías personales. No puede regularizar su situación, no consigue trabajo efectivo. Es un desocupado con conciencia y con memoria. La lucidez pareciera ser una carga pesada para estar en medio del río. Es un tiempo distinto. No hacemos ni la mitad de las cosas que acostumbrábamos. Los pedazos que nos faltan, no nos dejan recuperar el ritmo. Es como si nos faltara tiempo. También eso nos robaron, nuestro tiempo. Lo conversamos con Cristina, debemos recuperarlo. Tenemos que sumarnos y sumar en la recuperación de la utopía. Construimos el hábito de frecuentarnos. Su casa o la nuestra, son refugios para los cuatro, Cristina y Daniel; Leonor y yo. No es un rincón de la nostalgia. Es la posiblidad de compartir esperanzas, desacuerdos, problemas cotidianos, dudas. Cuando necesitamos, volvemos al pasado, lo analizamos, lo discutimos, no le permitimos que nos detenga. Más de un mes sin vernos. MI compañera está de viaje. En su ausencia, aprovecho para desarrollar proyectos que tenía demorados y que absorben todo mi tiempo. Cristina me llama a la oficina, necesita verme con urgencia. Le propongo vernos esa noche en su casa. Me dice que no, que me espera a la salida del trabajo, en un bar cercano. Salgo un rato antes, llego al bar demasiado temprano. Sin embargo, Cristina ya está esperando, no me ve entrar. La observo mientras me acerco. Es más que una angustia lo que trasciende de ella. Le doy un beso, me siento y puedo percibir su esfuerzo para regresar del dolor. Me pone al tanto sin introducción - Vos sabés que Daniel y yo, siempre que podemos, vamos a la ronda de las Madres, en la plaza. Dos jueves seguidos no fuimos. El primero, porque estuve muy resfriada, el segundo, porque él anduvo mal en las ventas y trabajó hasta muy tarde. Hace unos días tuvimos la visita de dos Madres. No es raro que vengan. Charlamos de mil cosas hasta que llegó Daniel Normalmente Cristina tiene un sonoro timbre de voz. por alegría, enojo o entusiasmo, suele levantar su volumen, sin llegar al grito. Ahora, en la medida en que avanza en su relato, su voz se diluye en un murmullo incoloro. Me cuesta escucharla, pero no quiero interrumpirla. - Yo presentía que la visita no era casual. Él las acompañó hasta tomar el colectivo. Al volver, me comentó que nos recomendaban no faltar el próximo jueves. Se quedó largo rato en silencio, reuniendo fuerzas para continuar. - Fuimos. Generalmente comenzamos solos, luego nos vamos reuniendo con los conocidos. Una Madre se nos acercó de inmediato. Nos separamos, yo caminaba adelante. Me di vuelta para buscarlos con la mirada y descubrí que se había detenido. Lo vi muy alterado, quise acercarme y una compañera me tomó del brazo y me dijo que esperara, ya me iba a enterar de que se trataba. Nuevamente se quedó en silencio. Tanto, que supuse que ya no continuaría. Quiso encender un cigarrillo y la mano le temblaba. Prendí uno y se lo di. - Antes de terminar la ronda, Daniel me pidió que nos fuéramos. Durante el viaje a casa no hablamos. Al llegar, preparé café y me dispuse a esperar. Finalmente me lo dijo. Era ella. Su compañera desaparecida. No preguntés, no sabría explicarlo. Ella lo estuvo buscando, lo seguía haciendo. Alguien le dijo que creía haberlo visto en la ronda de los jueves. Estuvo precisamente las dos veces que no fuimos. Entonces habló con las Madres. Sus ojos contenían una constelación de lágrimas. - Él la amaba. Se supone que a mí también me ama. ¿Cuál de las dos es la definitiva? Tengo que dejarlo ir, para que lo averigüe. Cristina, querida amiga, te habían asesinado una vez más. Espero que no sea la definitiva

martes, 23 de septiembre de 2008

La hormiga soñadora

En el país de las hormigas, todos sabían que “el ahorro es la base de la fortuna”. También era de conocimiento general, que el orden era la única forma de garantizar el progreso...Entonces, ordenadamente ahorraban. Todo lo que se les cruzaba en el camino, sin saber para qué, almacenaban cosas que podrían haber alegrado algún momento de su vida pero en lugar de usarlas, las guardaban: el aroma de un pimpollo de rosa, el eco del canto de la cigarra, la frescura de la risa de un niño. A doña Juana Hormiga (en el país de estas hormigas todas tienen el mismo apellido, hasta la paternidad es una actividad colectiva), jamás se le ocurriría, ni soñando, (si a las hormigas se les permitiera soñar) que alguna vez podría hacer un camino distinto al de todos los días, o que la rutina podía ser alterada con un mínimo gesto creativo.
Todos los días, en el país de las hormigas, se desarrollaban exactamente iguales. El mismo saludo con los mismos vecinos, el mismo camino, las mismas rosas para masticar...No sé si les aclaré que hablamos del país de las hormigas negras, a menudo atacadas por las hormigas coloradas, (feroces y depredadoras) para quitarles sus ahorros. Un día de otoño, doña Juana Hormiga estaba ocupadísima cortando una hoja de un rosal. Era un rosal viejo, sus hojas y sus pimpollos, muy duros y pesados. Doña Juana cortó un pedazo demasiado grande, aún para ella, acostumbrada a cargar pesos que nosotros ni podemos imaginarnos. Terminó de cortar su enorme pedazo de hoja y comenzó su camino de regreso. A poco andar sintió que el peso de la hoja la abrumaba; de todas maneras siguió su camino (era lo único que sabía hacer). Cada paso le costaba mucho más que el anterior, hasta que sintió que sus pinzas no aguantaban y el pedazo de hoja se le cayó encima.

En un primer momento se quedó inmóvil, esperando recuperar sus fuerzas. Poco a poco sintió que el pedazo de hoja la cubría del frío que ya invadía el aire, además comenzó a sentir algo muy extraño, algo totalmente desconocido en la historia del país de las hormigas. Sintió que permanecer ahí, cubierta por el pedazo de hoja, y sin hacer nada, le producía una sensación muy agradable. Sorprendida y ¿Porqué no? inmovilizada por descubrirse cansada y cómoda en su inesperado descanso, fue asaltada por más sensaciones desconocidas. Los ojos se le cerraban y las cosas que le rodeaban se veían cada vez más lejanas y borrosas.
Finalmente, aunque Doña Juana no lo sabía, se durmió. Y soñó. Se vio ella misma y a sus hermanas, que en lugar de marchar silenciosa, triste y disciplinadas una detrás de otra, yendo y viniendo siempre por el mismo camino, siempre haciendo lo mismo, bailaban al compás de un sonido extraño que, en su sueño por supuesto, una hormiga luminosa y con alas le enseñó que se llamaba música. Y notó, siempre en su sueño, que tanto ella como sus hermanas emitían también otro sonido extraño, que la misma hormiga luminosa le susurró al oído que se llamaba risa. Y soñó. Las hormigas que nacían, eran cuidadas por sus madres. No había una hormiga reina, sino que todas decidían que hacer, y entonces se ayudaban unas a otras. Cuando llegaba el invierno, le daban de comer a la cigarra que era la artista que alegraba sus días de trabajo. Soñó tantas cosas, que haría falta un libro aparte para contarlas a todas.
Finalmente, como es natural, despertó de su largo sueño. Emprendió el camino de regreso al hormiguero, tan confundida que varias veces confundió el sendero. Naturalmente también, al reunirse con las demás hormigas, contaba lo que le había sucedido, a todas las que se le cruzaban en el camino. Y les contaba todo lo que había visto en su sueño. Que felices se veían
. Al principio nadie le prestaba atención, demasiado ocupadas en su rutina. De pronto, alguna hormiga se detuvo a escucharla; luego, otra se animó a preguntarle; y luego otra que le prestaba atención, y luego otra, y otra. Y en algún momento se formó una rueda de hormigas escuchando los sueños de Doña Juana.
Así, Doña Juana quedó en la historia del país de las hormigas. La primera que se atrevió a soñar,
La primera que transmitió sus sueños al resto de las hormigas.
Y la hormiga que inauguró la condición de presa política

palomas

La ciudad tenía un corazón. Los hombres, que por lo general no se detienen a entender estas cosas, se ponen siempre los ojos de mirar apurados y les ponen a las cosas nombres como de paso, la llamaron: Plaza. Este corazón llamado plaza, o esta plaza que era un corazón, tenía entre sus habitantes permanentes a las palomas.
No se sabe si, por su antigua condición de niñas, las palomas pueden ver más de cerca el milagro del hombre y por ellos son capaces de volar; o si como pueden volar son capaces de entender y disfrutar del milagro de la vida. Lo cierto es que ellas eran las dueñas del corazón de la ciudad.
Las palomas, desde mucho antes de la presencia del hombre, acostumbran jugar a las visitas. Así es que todos los días llegaban gorriones, horneros, gaviotas, pero las visitas permanentes y de las más divertidas eran las golondrinas. Estas les contaban a las palomas de sus aventuras vagabundeando por el mundo. Las palomas a su vez, contaban a las golondrinas de su vida en la plaza.
Así fue como recordaron cuando llegó el tiempo del terror. La plaza entonces se convirtió en un lugar de paso, de gente triste y temerosa. Hasta la risa de los niños había abandonado la plaza y las palomas vagaban por sus nidos confundidas.
Fue precisamente por ese tiempo, cuando apareció en la plaza una extraña, desconocida especie de palomas blancas. Giraban y giraban alrededor de la plaza. Como si no supieran o no pudieran volar, permanecían posadas sobre las cabezas de mujeres tristes pero no temerosas.
Las palomas de los nidos, curiosas como corresponde por su condición de niñas, observaron que las palomas blancas sobre las cabezas llegaban a la plaza puntualmente los jueves. Su movimiento también era extraño. Sin aleteos y en silencio.
Cuando este silencio llegó a la altura de los nidos, descubrieron que tenía forma y color, aroma y contenido, nombres y apellidos. Este silencio se fue extendiendo hasta cubrir las plazas de la ciudad. Y las plazas del país. Y las del continente. Este silencio llegó a escucharse por todos los rincones del planeta.
Mientras tanto, el pueblo decidió abrigarse con el canto, que es la forma más clara de levantar la voz. Decidió fortalecerse con abrazo fraternal, la forma más segura de pisar el camino. Decidió ponerse los ojos de mirar de cerca, para ver la tristeza y el temor en la cara de su vecino, la pobreza en la casa de su hermano y el odio en las manos del verdugo.
El terror, como todos los cobardes, nunca anda solo. Arrastra con él a sus viejas amantes, la miseria, la injusticia, la ignorancia; como todos los cobardes, no soporta que se lo mire de frente. Por eso, al ver tanto pueblo en movimiento, se retiró espantado.

Las palomas confiaron a las golondrinas, que están pensando proponer a las palomas blancas sobre las cabezas, enseñarles a volar. Para que puedan cruzar mares y caminos a reunir a los habitantes de la desesperanza, para que su pena pueda tomar altura, se convierta en una estrella y nos recuerde en las sombras de la noche, que la luz es posible.
Mientras tanto, hasta que esto suceda, nosotros debemos sembrar semillas de justicia por las heridas de la vida, para que nunca más... las palomas pierdan el vuelo.

Títeres

El poeta tiene una fábrica de sonidos a la altura del corazón por eso canta
Roberto Santoro



Era una sociedad de títeres perfectos. Con un prolijo mundo establecido y vigilado Los ancianos, con grotescas pinturas asomando por encima de otras viejas pinturas y emociones. Algunos recién llegados lucían orgullosos flamantes expresiones; siendo por tanto preferidos por esa vieja costumbre de olvidar a quienes alguna vez nos dieron su ternura.
Todo estaba organizado. Los que debían reír, sin importar sus penas. Los que llevaban un llanto
permanente grabado en sus facciones. Quien manejaba los piolines decidía quienes debían ser buenos (y protegidos) y quienes eran malos (y castigados). Algún día, a golpes de camino, de algún rostro caía una sonrisa. El brillo de unos ojos partía hacia regiones innombrables. Y por esas extrañas ventanas asomaban pedazos de soledad y olvido. Hasta se podría asegurar que se escuchaban confusos clamores y murmullos. Claro que rápidamente uniformadas manos de un titiritero diligente cubrían el vacío para que un gesto reluciente apareciera, y continuara su destinada función de
muñeco manejado por piolines.
Sucedió que una noche, porque estas cosas siempre tienen que suceder de noche, envuelto entre sus hilos y apretado en medio del baúl donde vivían, un pequeño títere descubrió asombrado que su existencia de madera inerte comenzaba a latir... y que pensaba.

Y fue una densa noche donde tomó conciencia de su origen. Del rumoroso bosque, de los pájaros y el sol que alimentaron su esplendorosa juventud de árbol. Del viento amigo que llegaba mensajero de la selva, donde la vida corre tumultuosa. Finalmente su astillada sangre de madera le advirtió que no nació muñec
o. Que cuando árbol, no hubo piolines que manejaran su proyección al cielo.
Quiso escapar entonces. Pero no pudo inmóvil en medio del
baúl, apretado por muñecos que aguardaban que el piolín les ordenara simular la vida. Al llegar el día, descubrió que su piolín eslabonado, quizás gastado por la fuerza de sus sueños, se había cortado.

Y ya no había remedio. Él tenía que contar y cantar. Entonces... ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía aquel árbol renacido?

Floreció su destino. Se imaginó un corazón de música y lo guardó en el pecho. Se imaginó sus antiguas raíces y las convirtió en zapatos. Se imaginó el canto de los pájaros y lo hizo palabra. Se puso de pie sobre sus ansias de levantar la voz y se lanzó por los caminos sin retorno del poeta.
Y fue entonces que los dueños del tablado, aquellos que decidían cuando había que reír o que llorar, que callar o que matar, lo secuestraron.


barro

Todos los que pasaban, veían un pedazo de vereda rota. Muchos protestaban por el barro que se formaba cuando llovía o cuando lavaban el frente de la casa. El niño no sabía. Él no miraba solamente con sus ojos. Miraba con los ojos de los niños anteriores y con los ojos de los niños que vendrían. Miraba a través de todo lo que había soñado en sus mínimos abundantes años. Miraba como podía y como deseaba sin saberlo.
El niño se sentó una mañana en el borde de la vereda rota. Se sentó en el extremo opuesto de las urgencias del hombre; en el extremo más lejano de las ambiciones, de las envidias, de las vanidades; en el extremo donde sólo llegan los que pueden disfrutar de la alegría de ver aparecer el sol o de jugar con la lluvia.
Primero observó con curiosidad esa forma distinta de la tierra. La tocó con un dedo y pensó que al estar empapada se parecía a lo que hacía su mamá cuando mojaba la harina y la amasaba, sólo que esta era negra. Entonces arrancó un pedacito y probó de amasarla. De pronto descubrió que esa diminuta porción de barro entre sus dedos, le hablaba.
Como los niños y el milagro son vecinos y enseguida se entienden, el niño comprendió el mensaje y siguiendo sus instrucciones se abocó cuidadosa y seriamente a construir un semejante. Hundió sus minúsculos dedos en la tierra fértil, húmeda de futuros malgastados y ésta se pegó a sus manos. Ausente de aquellos que elaboran la historia inteligente y razonada, amasó pacientemente la porción de barro, la estudió sin tiempo, hasta que la tierra con una voz tan potente que sólo él podía escucharla, le dijo: - Primero tienes que hacerle una cabeza, porque tiene mucho que pensar.
El niño miró a los que pasaban, indiferentes al hecho mágico que los rodeaba, y por comparación, entendió que necesitaba hacer un cuerpo que sostuviera esa cabeza. Lentamente, entre la tierra y el niño fueron creando las piernas, los brazos, las manos. Finalmente el nuevo ser parecía terminado.
El niño, al mirarlo atentamente descubrió que su criatura no podía devolverle la mirada porque no tenía ojos. Con un palito se los dibujó como pudo. Pero seguían sin vida. Entonces hubo un rayo de sol del día de mañana que le entregó su luz al recién creado y así se dijeron mil cosas al mirarse.
El niño comenzó a contarle sus secretos, pero su naciente amigo no podía escucharlo ya que no tenía oídos. Al niño le pareció gracioso y se largó a reír. Dos notas de su risa se apartaron y convertidas en un humito oscuro y palpitante crearon las orejas que le faltaban a la cabeza de barro.
A esa hora misteriosa que sólo conocen aquellos que pueden vencer a la maldad cotidiana, el niño pudo contarle a su naciente amigo: - “Una noche soñé con vos Que salías de la tierra y me hablabas. Que también le hablabas a los pájaros y a los perros; al viento y a las montañas. Sólo el hombre no te escuchaba. Entonces nos enseñabas una canción, y al cantar juntos, los niños, los pájaros, los perros, el viento, las montañas, el hombre comenzaba a entender nuestro lenguaje, nuestros secretos, nuestras esperanzas”.
El niño quería que su amigo hablara. Entonces se dio cuenta que no tenía boca, por lo cual nadie podría escucharlo. Inmediatamente el palito (que era mágico) saltó a sus manos y lo guió para dibujarle la boca que necesitaba. Pero era una boca dura, inexpresiva. Cuando el niño comenzaba a impacientarse, un pequeño pájaro posado en una rama cercana, dejó oír su canto, que rodeó la cara de barro, la salpicó de sonidos, e inmediatamente la cara, el cuerpo, los brazos y las piernas se iluminaron y cobraron vida.
Cuando la flamante boca comenzaba a insinuar una sonrisa, un grupo de uniformados, pasó,
pisando y destruyendo al ser que el niño estaba rescatando de la tierra; con la urgencia y la torpeza que no sólo los hace extranjeros del milagro sino también, repetida y fatalmente, su enemigo.
Esa noche, en el momento anterior al sueño, ese momento justo en que la vida toma distancia de los amores pasados y de los que nos esperan; ese momento en que la vida y la muerte juegan un juego que sólo ellos entienden, una voz nacida de ninguna parte, dijo: - “No llores niño, hay millones de niños construyendo hombres nuevos”.